La razón es que me ha olvidado. Al oír estas palabras, Sonia empezó a temblar y miró aterrada a su vecino. Yo creo que aún desvaría. Algunas de las ventanas que daban al gran patio estaban abiertas, pero él no levantó la vista: no se atre-, vió... La escalera que conducía a casa de Alena Ivanovna estaba a la derecha de la puerta. -Él no me ha dicho ni una sola palabra sobre este asunto -dijo prudentemente Rasumi- khine-, pero yo he sabido algo por la viuda de Zarnitzine, la cual por cierto no es nada habla- dora. Al fin sonrió de nuevo; pero esta vez su sonrisa fue dulce y melancólica. En el momento de los últimos adioses, el condenado tuvo una sonrisa extraña al oír que su hermana y Rasumikhine le hablaban con entusiasmo de la vida próspera que les espera- ba cuando él saliera del presidio. Si alguien hubiese entrado entonces en el aposento, Ras- kolnikof, sin duda, se habría sobresaltado y habría proferido un grito. El centelleo de aquella mirada me per- seguía hasta en sueños. De nuevo y durante un minuto reinó un silencio de muerte. Y sacó del bolsillo un viejo reloj de pla- ta, en cuyo dorso había un grabado que repre-. una idea tan lamentable de la justicia. Así murió Marmeladof. Lujine compren- dió que no podía rehusar y llegó, no sin dificul- tad, al asiento que se le ofrecía. Vino cuando usted se marchó, y durante la comida habló tanto, que yo no pude hacer otra cosa que abrir los brazos para expresar mi asombro. -Yo creo que sería mejor que nos dijé- ramos adiós. usted que no tenemos nada preparado. -No lo recuerdo -repuso Pulqueria Ale- jandrovna, llena de turbación-. Raskolnikof experimentó una sensación de malestar. Finalmente, he llegado aquí y he podido presenciar el escándalo. Se apoderó de una de aquellas manos, y ella sonrió. -¿Es posible? ¿De veras? Además, usted ha prometido a Amalia Ivanovna pagarle. ¿Por qué me han de gritar por todas partes: « ¡Has cometido un crimen! Por lo de- más, para conocer a una persona, hay que verla y observarla atentamente durante mucho tiem- po, so pena de dejarte llevar de prejuicios y cometer errores que después no se reparan fácilmente. Yo mismo le indiqué el camino que debía seguir y las horas en que podría encontrarme aquí. ¿Los has traído, Polia? -¡Coge un hacha! ¿Qué efecto te ha producido? Deben ustedes permanecer aquí todos juntos, pues son indispensables el uno al otro, no me lo negarán. ¿Los vio usted? Venía a esta casa. -Pero ¿qué le pasa? -¡Dejadme en paz! Poco a poco, la imagen de Dunia fue esbozándose en su imaginación y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo. Él se volvió lentamente y dio un paso hacia la puerta. Te ase- guro que no estoy triste, sino muy contenta, y cuando lo estoy no puedo evitar que los ojos se me llenen de lágrimas. Tal vez a estos señores les venga el té tan bien como a ti... ¿No quieres nada sólido antes? Hace dos años que quiero comprar una cerradura. Des- pués, cogiendo a las dos mujeres de la mano, las observó en silencio, alternativamente, por espacio de dos minutos cuando menos. Fue un gesto involuntario, pues su deseo era mostrarse perfectamente serena y dueña de sí misma. -Se equivoca usted. Ante la puerta hay un raro vehículo, una de esas enormes carretas de las que suelen tirar robustos caballos y que se utilizan para el transporte de barriles de vino y toda clase de mercancías. Además, ¿por qué? Sin embargo, es una cuestión delicada, a causa de la diferencia de sexos... Si Amalia Ivanovna quisiera ayu-. -No se inquiete. Raskolnikof quedó pensativo. Mida bien sus pala- bras, Piotr Petrovitch. -Entonces, ¿no lo cree usted? ¿Comprende, señor capitán? Se había apoderado de él una cólera repentina y se entregaba a ella con cierto placer-. Ella no piensa en eso... Noso- tros estamos muy unidos; lo que es de uno, es de todos. Es una suposición innoble y ridícula. Los curio- sos le habían rodeado. Ante éste tendré que fingir mejor y con más naturalidad que ante Rasumikhine. Cuando se haya tranquilizado usted un poco, mi querido amigo, ya le contaré... Pero siéntese, por el amor de Dios. -¿Sabe usted que ha muerto Marfa Pe- trovna? Ya. Pues bien, pruebe a atraparlo -dijo con mordaz ironía. En sus malecones hab- ía menos gente. -Así, ¿todo ha quedado reducido a un rublo y quince kopeks? -¿Que cómo puedo explicarlo? ¡Miserable! -Muy agradecido, pero ¿no le parece a usted -se dirigía a Zosimof- que mi conversa- ción y mi presencia pueden fatigar al enfermo? nes... «Y también a tu siervo Rodion...» Basta con esto. Raskolnikof no perdió una sola palabra de la conversación y se enteró de ciertas cosas: Lisbeth era medio hermana de Alena (tuvieron madres diferentes) y mucho más joven que ella, pues tenía treinta y cinco años. El problema con pataclaun es que era de una calidad superior a los demas programas pero no no vendia tanto y la paisana jacinta fue cancelada por cultura progre. A veces estoy media hora sacudido por la risa como una pelota de goma. momento bañados en lágrimas, centellaron de pronto. ¿Qué quieres decir? ¿A quién se le ocurrirá buscar debajo? Iba con paso rápido y todavía inseguro. Hay en ella un pun- to que me preocupa especialmente. Al mismo tiempo, seguía a su madre con una mi- rada temerosa de sus oscuros y grandes ojos, que parecían aún mayores en su pequeña y enjuta carita. Sentía todo el cuerpo dolori- do, pero empezaba a respirar más fácilmente. El minuto fatídico le parecía lejano. Pero ¿qué ocurrió en la realidad? Le aseguro que más de una vez he la- mentado que su hermana no naciera en el siglo segundo o tercero de nuestra era. Hizo una mueca de desaprobación y empezó a gruñir: -Esto es repugnante... Arrojarse al agua no vale la pena... No pasará nada... Es tonto ir a la comisaría... Zamiotof no está allí. «Posee un arte especial para hacer bien las cosas -pensó la madre-. ¿Se acuerda usted de la palabrería de Rasumikhine? Le despreciaban y se burlaban de él. Lo que ha de hacer es prestar la declaración que se le pide. Pero, hacía seis semanas, había acudido a su memoria la dirección de la vieja. Lebeziatnikof daba muestras de una turbación extrema. Ésta se levantó en el acto y, con una voz cuya calma contrastaba con la palidez de su semblante y la agitación de su pecho, dijo a Amalia Ivanovna que si osaba volver a compa- rar, aunque sólo fuera una vez, a su miserable Vater con su padre, le arrancaría el gorro y se lo pisotearía. Pero usted no puede imaginarse las cosas que tengo que hacer. En dos palabras puedo reducir a la nada sus suposiciones. Y presa de un frío de muerte, con mo- vimientos casi inconscientes, Raskolnikof abrió la puerta de la comisaría. -preguntó ansio- samente, con voz ahogada y ronca, indicando con los ojos, que expresaban una especie de horror, la puerta donde se hallaba su hija. Allí he estado durante toda la escena. Al llegar a la mitad de la escalera fue al- canzado por el pope, que iba a entrar en su ca- sa. ciones que había que imponer, sobre el bien y el mal, sobre a quién había que condenar y a quién absolver. Ignoraba sus propósitos, pero aquel hombre tenía sobre él un poder misterioso. Pulqueria Alejan- drovna no pudo contenerse. tras se iba con Zosimof-. -¿Y Sonia? En mi opinión, si los descubrimientos de Képler y Newton, por una circunstancia o por otra, no hubieran podi- do llegar a la humanidad sino mediante el sa- crificio de una, o cien, o más vidas humanas. -Esa pregunta tiene mil respuestas, infi- nidad de explicaciones. Eso lo ignoro. De pronto se abrió la puerta y apareció Avdotia Romanovna. Analiza un poco las cosas antes de juz- garlas. Procediste con ella con gran torpeza. Hoy mismo lo con- vertiré en dinero. Abierta el arca, apareció un paño blanco que cubría todo el contenido. Usted se preguntará por qué razón no lo hice. Apoyado en uno de los batientes de la maciza puerta principal, que estaba cerrada, había un hombrecillo envuelto en un capote gris de soldado y con un casco en la cabeza. Miraba a la vieja y no mostraba ninguna prisa por marcharse. ¡Que hayan basado todas sus sospechas en este síncope...! Como me interrumpís, pierdo el hilo de mis ideas. No pudo pronunciar una sola palabra. estudiante de Derecho y que no podías termi- nar tus estudios por falta de dinero, exclamó: «¡Es lamentable!» De esto deduzco... Mejor di- cho, del conjunto de todos estos detalles... Ayer, Zamiotof... Oye, Rodia, cuando te llevé ayer a tu casa estaba embriagado y dije una porción de tonterías. Al mismo tiempo, habrá de comprometerse a no salir de la capital, y también a no vender ni empeñar nada de lo que posee hasta que haya pagado su deuda. «Es muy listo, pero también muy inge- nuo», se dijo Raskolnikof. Las dos mujeres estaban enteradas del incidente por Nastasia, que lo había contado a su modo, y se hallaban sumidas en una amarga perplejidad. hermana y yo nos pasamos el día reflexionando sobre la cuestión. Otra epidemia que hace espantosos estragos es la del suicidio. Otra cuestión le atormentaba. Sin embargo -consultó su reloj-, tenemos aún un buen rato para hablar, pues no son más que las cuatro y media... Créame que en ciertos momentos siento no ser nada, nada absolutamente: ni propietario, ni padre de fa- milia, ni ulano, ni fotógrafo, ni periodista. Le juro -continuó a media voz cuando hubieron salido- que ha estado a punto de pegarnos al doctor y a mí. No pensaba en nada, no quería pensar. -¿Y si no hubiera allí más que arañas y otras cosas parecidas? ¿Es eso verdad? Pero, por infame que yo sea, renegaría de ti. -¡Ya salió aquello! -Esa observación -dijo Dunia, indigna- da- puede ser una prueba de que usted ha es- peculado con nuestra pobreza. Acto seguido, la joven se retiró acompañada del organillero. Vacilando, se detuvo ante la puerta y se pre- guntó: «¿Es necesario que revele que maté a Lisbeth?», Lo extraño era que, al mismo tiempo que se hacía esta pregunta, estaba convencido de que le era imposible no sólo eludir semejan- te confesión, sino retrasarla un solo instante. ¿Es que, por lo menos, lo he pensado en serio? -Pero ¿cómo sabe quiénes son? Dime: ¿qué ha pasado? El guardián se había aleja- do. Los hombres de la primera categoría son dueños del presente; los de la segunda del porvenir. Hubo unos instantes de silencio. firio Petrovitch con un tonillo de burla casi im- perceptible. -Y añadió en voz baja y en un tono de profunda convicción-: Us- ted es el asesino. En algunos casos incluso se sentía orgullosa de mí. Habiendo di- cho estas palabras, clamó con voz sonora: ¡Lázaro, sal! Pero ni palabras ni exclamaciones bas- taban para expresar su turbación. -pensó-. Al llegar a la antesala vio que, entre otras per- sonas, estaban los dos porteros de la casa del crimen, aquellos a los que él había pedido días atrás que lo llevaran a la comisaría. Su muerte ha sido para noso- tros una ventura, una economía. Seguro que contabas con eso. ¡Qué crueles sufrimientos, y también qué profunda felicidad, llenaría aquellos siete años! Así se entera uno de las novedades que corren por el mundo. Pues bien, después de haber visto esto, yo me atrevo a decirle que su prome- tido es un granuja. -¡Qué cosas tan vergonzosas se ven hoy en este mundo, Señor! -Admitamos que sea así. -Me parece -dijo Raskolnikof- que ayer mostró usted deseos de interrogarme... oficial- mente... sobre mis relaciones con la mujer ase- sinada... Esta idea atravesó su mente como un relámpago. «¿Es posible que esté fingiendo? Pero en seguida se echó a reír de buena gana. Se han acostumbrado. Rodion Romanovitch no tiene más. Sí, Amalia Ludwigovna... -Ya le he dicho más de una vez que no me llamo Amalia Ludwigovna. Te advierto, Rodia, que todo esto lo hace expresamente. Por su manera de ser, después de la ruptura se habrían creído obliga- das a devolverme el dinero recibido, y esto no les habría sido ni grato ni fácil. Habrías podido vivir con tu alma y tu. -¡Es usted terrible! persona pone en venta su libertad, su tranqui- lidad, su conciencia. -Ya dirás si estabas o no en tu juicio cuando se lo pregunte -exclamó, irritado-. ¿Quién le ha invitado a champán ahora mismo? -La culpable de todo es esa detestable lechuza, de ella y sólo de ella. Una iba de luto y vestía pobremente. Venga ma- ñana a eso de las siete. Estaba sereno y seguro de si mismo. -En estos últimos tiempos se ha debati- do la cuestión siguiente: un miembro de la commune, ¿tiene derecho a entrar libremente en casa de otro miembro de la commune, a cualquier hora y sea este miembro varón o mu- jer...? El joven se dio cuenta de este cambio y se turbó. ¡Y cerveza, media botella de cerveza fresca!». Y así ataviada recibía a los invitados con una mezcla de satisfacción y orgullo. De pronto lanzó un sus- piro. Naturalmente, he hablado en broma, pero es- cucha. Con un cortaplumas cortó estos flecos. -¿Conoce usted los detalles de esa histo- ria? Además, ¿qué puede pesar en la balanza social la vida de una ancia- na esmirriada, estúpida y cruel? -¿Qué importa que le convenga o no? Es más, nos elaboramos una casuística sutil y pronto nos convencemos a nosotros mismos de que nues- tra conducta es inmejorable, de que era necesa- ria, de que la excelencia del fin justifica nuestro proceder. Después la sonrisa se hizo más amplia y franca. Discutió con nosotros y estuvo bas- tante grosero. Sé. primera esquina, Raskolnikof volvió repenti- namente sobre sus pasos y subió de nuevo al alojamiento de su amigo. Es verdaderamente un hombre despiadado. ¡He matado! Svidrigailof volvió en sí y se levantó. Raskolnikof sorbió ávida- mente una, dos, tres cucharadas. «¡Bueno, vayamos!», se dijo. Al fin se determinó con toda exactitud el orden de las visitas, de modo que cada uno pudo sa- ber de antemano el día que le tocaba el turno. Tengo cosas urgentes que hacer. Al fin. Pero es incomprensible que hayas llegado a obligarla a retirarte la comida... ¿Y qué decir del pagaré? Le doy mi palabra, señor capitán, de que todo el escándalo lo armó él. muchacho que quiere imitar a los franceses de vida disipada. no lo dejó entrever. Yo la amo tanto como él. Óigame, joven: ¿podría usted...? ¿Por qué las odio ahora? »Y aquellos estremecimientos que le acometían... Y aquel cordón de una cam- panilla de que usted hablaba en su delirio... Después de esto, Rodion Romanovitch, ¿cómo. Ilia Petrovitch es un imbécil», se dijo. -le interrumpió Raskolnikof. Entre los inquilinos reinaba gran confu- sión: unos comentaban a grandes voces lo ocu- rrido, otros discutían y se insultaban y algunos seguían entonando canciones. Pues bien, no por eso deja de inspirar sospechas... Su mentira ha sido perfecta, pero. En ella reinaba el mayor desorden. Me ha interesado Mikol- ka y lo he estudiado a fondo. Usted quiere saber cómo obraría yo si me viese en un caso así. El oyente mostra- ba un deseo tan ávido de captar hasta la última sílaba de esta canción, que se diría que aquello era para él cuestión de vida o muerte. -Los músicos ambulantes necesitan un permiso. -¡Eh! mo les he dicho, el mismo Zosimof irá a darles noticias... Y él no estará bebido, y yo tampoco lo estaré entonces... Pero ¿saben por qué he bebido tanto? -Ya has visto que Piotr Petrovitch dice que no quiere verte en nuestra casa esta noche, y que se marchará si... si lo encuentra allí. -Ahora comprendo que se haya encar- gado usted de los hijos de Catalina Ivanovna. Ya ve usted que estoy completamente desorien- tada. Siempre la tendré presente en mis oraciones. Yo sé un poco de música y conozco esa cancioncilla rusa que dice «Derramo lágri- mas amargas». Su sonrisa seguía mortifi- cando a Avdotia Romanovna. -exclamó Pulqueria Alejandrovna, compla- cida. Usted es capaz de comprender muchas cosas. Dígame: ¿por qué he de huir de las muje- res siendo un gran amador? -La cosa es posible, sí, pero... dejémoslo para más tarde, aunque hayamos de empezar hoy mismo. Siberia. Pero pronto estallaron las risas y las invectivas. Pasaba noches enteras rezando y leyen- do los libros santos antiguos. -Ya lo oís: dice que lo hará galopar. Soy incapaz de dirigir mis actos. Pensar siempre... Mis pensamientos eran muchos y muy extra- ños... Entonces empecé a imaginar... No, no fue así. Porque Tcheba- rof ha intentado... -Pues... porque es imposible, sencilla- mente... Uno se siente atado, ¿no comprendes? Los había contado un día, cuan-. -Rodion Romanovitch, mi querido ami- go, se va usted a volver loco. -Por lo visto, tenías amistad con Lisbeth. ¡Ah, Dios mío! ¡No te creo; ya ves que no te creo! Tenía el presentimiento de que ocu- rriría una desgracia, y ya ha ocurrido. Pulqueria Alejandrovna se estremeció ligeramente. Pero ¿qué dice usted? Les había hablado a todos de ti y les había prome- tido tu visita... Los primeros en intervenir fue- ron los socialistas, que expusieron su teoría. Su demanda fue atendida. No tiene motivo para inquietarse. prensión y simpatía-. Se hacen el borracho, se meten bajo las ruedas y uno tiene que pagar daños y perjuicios. Avdo- tia Romanovna estaba pálida y su mano tem- blaba en la de Rodia. -Es cierto que tengo aquí conocidos -dijo el visitante, sin responder a la pregunta princi- pal que se le acababa de dirigir-. Recono- cería a ese hombre entre mil, pues tengo buena memoria para las fisonomías. Dunetchka se estremeció, preparó el revólver y apuntó. ¡Je, je, je! Allí estuvo largo rato, pensativo. ¿Sabéis lo que significa? Mi opinión es que pueden per- mitirse obrar así; pero..., que quede esto bien claro..., teniendo en cuenta la clase e importan- cia de sus ideas. Aquí ni siquie- ra hay donde sentarse. Mira, estaba pensando que... ¿no habrá sido todo una ilusión? ¿Para quién fue la victo- ria? Marmeladof se detuvo como si se hubiese quedado sin voz. Al fin apretó los pu- ños, rechinó los dientes y juró obligar a hablar francamente a Porfirio antes de que llegara la noche. Na- die te ha preguntado nada sobre ese particular. Veía en ella una muchacha altiva, noble, enérgica, incluso más culta que él (lo reconocía), y esta criatura iba a profesarle un reconocimiento de esclava, profundo, eter- no, por su acto heroico; iba a rendirle una vene- ración apasionada, y él ejercería sobre ella un dominio absoluto y sin límites... Precisamente poco antes de pedir la mano de Dunia había decidido ampliar sus actividades, trasladándo- se a un campo de acción más vasto, y así poder ir introduciéndose poco a poco en un mundo, superior, cosa que ambicionaba apasionada- mente desde hacía largo tiempo. Bien, yo soy un puerco y ella una dama. Rasumilchine exclamó, en el colmo del entusiasmo: -¡Ha reconocido usted que tengo razón! Pero ¿por qué me citó? -¡Señor! Y ahora escuchen. Habíamos fundado ciertas espe- ranzas en él, pero ¡vaya usted a entenderse con nuestra brillante juventud! Sin mi ayuda, Poletchka seguiría el camino de su her- mana... Su tono malicioso parecía lleno de reti- cencia, y mientras hablaba no apartaba la vista de Raskolnikof, el cual se estremeció y se puso pálido al oír repetir los razonamientos que hab- ía hecho a Sonia. -¿Qué tienes que decirnos de parte de Svidrigailof? separarte de ella. -Gracias, señor. Después, Raskolnikof siguió tomándose el té. Pero de su hija no me cabe la menor duda de que los tendría. En este momento se abrió la puerta y apareció en el umbral Piotr Petrovitch Lujine, que paseó una mirada atenta y severa por toda la concurrencia. Un ligero y no desagradable estremecimiento le recorrió la espalda. -¡Déjela! unos treinta años. -Entra tú solo -dijo de pronto Raskolni- kof-. Esto está más que bien.». Esta vez no temía encontrarse con la patrona en la escalera. Otro detalle característico de su rostro y de to- da ella era que representaba menos edad aún de la que tenía. Al verle alejar-. Gracias a ciertas personalidades que le co- nocían, había conseguido que admitieran a los huérfanos en excelentes orfelinatos, donde re- cibirían un trato especial, ya que había entrega- do una buena suma por cada uno de ellos. Habría levantado la piedra y entonces habría quedado al descubierto un hoyo. ¡Hala, fuera de aquí...! Sufrió una crisis nerviosa y, sin poder contener- se, salió de la habitación y corrió a su casa. Por el momen- to, no hace falta. Vestían ropas de Indiana, Ile- vaban la cabeza descubierta y calzado de cabri- tilla. Erraba sin rumbo fijo. Esta. Eran las diez de la mañana. Marmeladof continuó su relato sin prestarles atención. Lujine parecía afectado y se frotaba las manos con aire pensativo. -exclamó Pulqueria Alejandrovna-. He aquí el ter- cer piso. Nos pueden oír. Des- pués de marcharse ha vuelto. era allí tan insoportable como en la escalera. Enton- ces vendrás a mí y la colgaré en tu cuello. -Sí, Dunetchka, ya es hora -dijo Pulque- ria Alejandrovna, aturdida e inquieta-; ya es hora de que nos vayamos. -exclamó, en un arranque de insolencia-. -¡Basta, Rodia! Además, que Raskolnikof era un neu- rasténico quedó demostrado por las declara- ciones de varios testigos: el doctor Zosimof, algunos camaradas de universidad del proce- sado, su patrona, Nastasia... Todo esto dio origen a la idea de que Raskolnikof no era un asesino corriente, un ladrón vulgar, sino que su caso era muy distin- to. Rasu- mikhine se molestó. Pero Arcadio Ivanovitch tenía el don de captarse a las personas cuando se lo proponía, y aquellos padres que en el primer momento -y con sobrados motivos- hab-. Catalina Ivanovna parecía haber adelgazado sólo en unos días, y las siniestras manchas rojas de sus mejillas parecían arder con un fuego más vivo. He reflexionado sobre ello esta noche y he descubierto ese error. -murmuró, como si hablara consigo misma y con un leve estremecimiento. -exclamó, ya in- quieto, el empapelador. En la puerta había varias personas mi- rando a la gente que pasaba: los dos porteros, una mujer, un burgués en bata y otros indivi- duos. -continuó, fingiendo no darse cuenta de la mu- da interrogación del joven-. Desde el vestíbulo se la podía abarcar con una sola mirada. -exclamó-. Cálmate -le dijo Dunia, acariciándola-. Desde luego, seré muy feliz si puedo ser útil a los míos, pero no es éste el motivo principal de mi determinación. Sin duda no tuve tiempo... Los objetos: gemelos, cadenas, etc., los escondí, así como la bolsa, debajo de una piedra en un gran. Sus palabras tienen más verosimilitud que las del otro, que descansan únicamente en. Aquí encontré un empleo, pero pronto lo perdí. ¿No se habría detenido al considerar lo poco que este acto tenía de heroi- co y lo mucho que ofrecía de criminal...?» Te confieso que estuve mucho tiempo torturán- dome el cerebro con estas preguntas, y me sentí avergonzado cuando comprendí repentinamen- te que no sólo no se habría detenido, sino que ni siquiera le habría pasado por el pensamiento la idea de que esta acción pudiera ser poco heroica. ¿Las han molestado mucho? -Ya lo veo, ya lo veo -dijo Zosimof. Y si Piotr Petrovitch se molesta, allá él. .tiktok-ze5eiw-SpanViews{-webkit-flex-shrink:0;-ms-flex-negative:0;flex-shrink:0;padding-right:12px;color:rgba(22, 24, 35, .75);}11.5K views|.tiktok-15ooo5t-H4Link{font-family:ProximaNova,Arial,Tahoma,PingFangSC,sans-serif;font-weight:400;font-size:14px;line-height:20px;display:inline;color:rgba(22, 24, 35, .75);margin-left:12px;}.tiktok-15ooo5t-H4Link a{color:rgba(22, 24, 35, .75);}. En este mismo edificio hay un local independiente que pertenece al mismo propie- tario. y lo que siempre se verá. -¿Has perdido la cabeza, Mikolka? ¿Quiere usted que tomemos un coche? Raskolnikof se sentó y empezó a leer los títulos... Izler... Izler... Los Aztecas... Izler... Bartola... Massimo... Los Aztecas... Izler. Yo me he interesado en el asunto y he dado ya ciertos pasos. He debatido esta cuestión con mis compañeros y he expuesto a la chica los resultados del debate. -manifestó-. -Si tarda usted tanto -continuó-, podré caer sobre usted antes de que haya vuelto a apretar el gatillo. hay que observar la más rigurosa exactitud y alcanzar una gran precisión en la distinción de los dos tipos de hombre. He estado aquí otras veces. -preguntó con cierta indiferencia Raskolnikof. Éste es mi amigo Rasumikhine, Sonia Si- monovna; un buen muchacho... -Si se han de marchar ustedes... -comenzó a decir Sonia, cuya confusión había aumentado al presentarle Rodia a Rasumikhi- ne, hasta el punto de que no se atrevía a levan- tar los ojos hacia él. el dinero del alquiler. Su irritación crecía por momentos. Hubo un nuevo silencio. -Por lo visto, Avdotia Romanovna, us- ted se ha olvidado de que, cuando trataba de convertirme, se inclinaba sobre mí y me dirigía lánguidas miradas. Hacía tiempo que llevaba la enfermedad en incubación, pero no era la horrible vida del presidio, ni los trabajos forzados, ni la alimen- tación, ni la vergüenza de llevar la cabeza ra- pada e ir vestido de harapos lo que había que- brantado su naturaleza. Pero esto último le parecía completa- mente imposible. Avdotia Romanovna es extraordi- nariamente, exageradamente púdica (no vacilo en afirmar que su recato es casi enfermizo, a pesar de su viva inteligencia, y que tal vez le perjudique). «Porque, seguramente, todo esto es por lo de ayer... ¡Señor, Señor...!», Intentó pasar el pestillo de la puerta, pe- ro no tuvo fuerzas para levantar el brazo. Conviértase en un sol y todo el mundo lo verá. Dunia (ahora ya puedo explicártelo todo, mi querido Rodia) había pe- dido esta suma especialmente para poder en-. ¿Lo ves bien? -dijo a Rasumikhine alegremente, tono muy distinto del que había empleado hasta enton- ces-. Pero tranquilízate, Du- nia: ella se rebeló contra este acto como te has rebelado tú. Además, comprendía que no podían hacer tal cosa en aquellas circunstancias. Tam- bién compraba pagarés. ¡Qué ciudad, Dios mío! ¡Je, je! En la habitación, además de Sonia, hab- ían entrado Raskolnikof, Lebeziatnikof, el fun- cionario y el gendarme, que obligó a retirarse a algunos curiosos que habían llegado hasta la puerta. vacilante, la oscura agua del Pequeño Neva. Pero dígame: ¿por qué da usted tanta importancia al matri- monio legal, mi muy querido y noble Piotr Pe- trovitch? Ahora la puerta. Ya en la calle, se acordó de que no había dicho adiós a Sonia y de que la joven, con el chal en la cabeza, habia quedado clavada en el suelo al oír su grito de furor... Este pensamiento lo detuvo un instante, pero pronto surgió con toda claridad en su mente una idea que parecía haber estado rondando vagamente su cerebro en espera de aquel momento para manifestarse. ¡Hay que terminar, terminar de una vez ! ¡La muy orgullosa...! -Hace un rato ha estado en mi casa -dijo de súbito Raskolnikof, hablando por primera vez. Pero ¿es posible encontrar aire respi- rable en esta ciudad? Le llevaré a casa de mi prometida, pero no ahora, sino en otra ocasión, pues nos tendremos que separar en seguida. Sus compañe- ros le habían vuelto pronto la espalda. Ella me dijo que usted se encargaría de conseguir que se la di- eran. Tal vez le esperaba Dios tras este recodo..: Por otra parte, no le condenarán a us- ted a cadena perpetua. Admito que eso es una enfermedad como todas las inclinaciones exa- geradas, y en este caso uno rebasa siempre los límites de lo normal; pero tenga en cuenta que esto es cosa que cambia según los individuos. -Tengo un presentimiento, Dunia. En el cielo no había ni una nube, y el agua del Neva -cosa extraordinaria- era casi azul. Reflexione. Pulqueria Alejandrovna intervino, visi- blemente aturdida: -Pero ¿qué dices, Dunia? Soma no contestó. -No es un sujeto recomendable. Mañana, nuevo interrogatorio. Después de la muerte de su marido, quedó sola con sus tres hijitos en una región lejana y salvaje, donde yo me encon- traba entonces. Desde este momento escuchó con interés y haciendo esfuerzos por contener la risa. -Y Karl le suplicó que no le matara, y se echó a llorar con las manos enlazadas. Al fin, ya en el límite de sus fuerzas, se dejó caer en el diván y se exten- dió penosamente, con un débil suspiro. Su embriaguez se disipaba a ojos vistas. Me marcharé pron- to de aquí y quisiera hacerle saber que... Pero, en fin; usted puede estar presente en la conver- sación. -¿Ha sido usted el que le ha contado hoy a Porfirio mi visita a aquella casa? Admiti- do esto, todo se explica del modo más natural. que vi cómo les quería a todos ustedes, a pesar de sus flaquezas, y, sobre todo, cómo la respe- taba y la amaba a usted, Catalina Ivanovna, me consideré amigo suyo. ¡Bah! -¿Qué he de escribir? Si no le hubiesen atro- pellado, esta noche habría vuelto borracho, llevando sobre su cuerpo la única camisa que tiene, esa camisa vieja y sucia, y se habría echa- do en la cama bonitamente para roncar, mien- tras yo habría tenido que estar trajinando toda la noche. ¿No? -¡Bah! Ahora yo desearía que. Seguía temblando febrilmente. -Señor -siguió diciendo en tono solem- ne-, la pobreza no es un vicio: esto es una ver- dad incuestionable. Raskolnikof se volvió a sentar y paseó una silenciosa mirada por la habitación. Pero al pensar en su habita- ción experimentó una impresión desagradable. -Sí, Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Eran alrededor de las diez. Sin embargo, conoce a fondo su oficio. -Exacto -repuso Zamiotof en un tono lleno de gravedad y firmeza. Por lo tanto, pude enterarme de muchas cosas, ¿no cree usted? Dejó su sombrero en el suelo, apoyó las manos sobre el puño del bastón y puso la barbilla so- bre las manos. ¿Por qué? tentar retenerla, pero cuando Amalia Ivanovna aludió a la tarjeta amarilla, la viuda rechazó a la muchacha y se fue derecha a la patrona con la intención de poner en práctica su amenaza. He aquí a qué extremos llegan algunas muchachas en su deseo de catequizar. Yo me limité a comentar superficialmente la cuestión. Le ruego que no tome esto como una familiaridad. Cálmese. Pero tú, que eres inteligente, ¿por qué te pasas el día echado así como un saco? Los dos guardaron silencio mientras se devoraban con los ojos. Se llama así, ¿no es cier- to? El amor los resucitaba. Cerca de la lápida de su abuela había una pequeña tumba, la de su hermano menor, muerto a los seis meses y del que no podía acordarse porque no lo había conocido. Sin embar- go, logró contenerse. -Yo no puedo hacer eso -replicó la joven, ofendida-. Sin embargo, comprendió parte de ellas y observaba a su. El pobre niño está fuera de sí. ¿Cómo era posible que se le hubiera olvidado pasar el pestillo de la puerta? de muerte al evocar cierta reciente impresión. Dunia se acercó a la mesa y cogió la lla-. Quiero besarlas. Prefería pensar tendido en mi diván. Evidentemente abrigaba las más amisto- sas relaciones respecto a Sonia. había provocado la solicitud de los agentes. Al fin, y sin que su semblante perdiera su expresión de estupor, desplegó la carta y la leyó dos veces atentamen- te. « ¡Lisbeth! lo he oído todo, y si no he hablado hasta ahora ha sido para ver si comprendía por qué ha obrado usted así, pues le confieso que hay cosas que no tienen explicación para mí... ¿Por qué lo ha hecho us- ted? Otra cosa que me gustaría aclarar es hasta qué punto han sido francas una con otra aquel día decisivo, aquella noche y después de aquella noche. Era un chal de paño verde, seguramente el mismo del que hablara Marmeladof en cierta ocasión y que servía para toda la familia. Nunca me lo perdonaré. Que le había guiñado un ojo era seguro. Tiene una elevada opinión de sí mismo, a mi entender no sin razón... ¿Qué más...? la expresión que había aparecido en el rostro de la pobre mujer cuando él iba hacia ella con el hacha en alto y ella retrocedía hacia la pared, como un niño cuando se asusta y, a punto de echarse a llorar, fija con terror la mirada en el objeto que provoca su espanto. -La cabeza se me va un poco, pero no se trata de esto. Así, desde el despacho le oyeron entrar en la casa riendo, y siguieron oyendo estas risas cuando los dos amigos llegaron a la antesala. Se despierta. Yo no se lo censuro, pues lo único que tiene son estos re- cuerdos: todo lo demás se ha desvanecido... Sí, es una dama enérgica, orgullosa, intratable. Finge palidecer de espanto, pero he aquí que representa su papel con de- masiada propiedad, que su palidez es dema- siado natural, y esto será otro indicio. Pero ¿por qué se obstinan en torturarme?», -Dice que no se sentía bien -exclamó Ra- sumikhine-, y esto es poco menos que no decir nada. Le envió usted, ¿verdad...? ¿Te acuerdas de Zosimof? No tienen pruebas. Cada cual tiene sus asuntos. Había pasado la noche a solas consigo mismo Dios sabía dónde. su última visita, que la vieja sacaba las llaves. Apoyó la cabeza en su mezquina almo- hada y estuvo largo tiempo pensando. Observó un momento aquella carita doliente, la besó y entregó el retrato a Dunia. Raskolnikof se dispuso a marcharse. Le aseguro que incluso estuve a pun- to de ir a visitarlo, pero me dije que... Bueno, a todo esto no le he preguntado qué es lo que desea... Su familia está en Petersburgo, ¿ver- dad? Perdóneme si le hablo tan crudamente. Desde hacía algún tiempo, una fuerza misteriosa le impulsaba a deambular por estos lugares cuando la tristeza le dominaba, con lo que se ponía más triste aún. Echó sobre la mesa su gorra, adornada con una escarapela, y se sentó en un sillón. Deme también una servi- lleta, una toalla, cualquier cosa, pero pronto. -Pero ¿quién es usted -exclamó- para hacer el profeta? Su desgracia fue que, llevado de su bondad excesiva, alternaba con todo el mundo, y sólo Dios sabe los desarrapados con que se reuniría para beber. Pero los golpes, los lamentos, las invectivas eran cada vez más violentos. Le aseguro que..., y yo soy el primer sorprendido..., ella se muestra conmigo extremadamente, casi morbo- samente púdica. Cuando puedas, pasa a verme, pero si te es imposible venir, no te inquietes. Pero oye, tengo que hacerte una pregunta. Y extendió ante Raskolnikof unos panta- lones grises de una frágil tela estival. En Peters- burgo hay mucha gente que va hablando sola por la calle. Ya ni siquiera sentía angus- tia: un estado de apatía había reemplazado a la. El estudiante entró en la casa con cara sombría, saludó torpemente y esta torpeza le hizo enrojecer. Aún no había llegado a la mitad de la escalera y ya oyó el bullicio de una reunión numerosa y animada. Sentía gran curiosidad por saber lo que Rasumikhine decía a la patrona. Están dominados por esta idea. Éste estuvo un cuarto de hora tratando de averiguar el mo-. interesarle exponiéndole mis juicios... Está us- ted muy pálida, Avdotia Romanovna. Habla colgado una cuerda del techo y, después de hacer un nudo corredizo en el otro extremo, se había subido a. un montón de leña y se disponía a pasar la ca- beza por el nudo corredizo. La gota de agua horada la piedra. ¿Por qué? Apoyó los co-. Ayer por la noche, en presencia de mi madre, de mi hermana y de él mismo, expuse la verdad de los hechos, que este hombre había falseado. Y Raskolnikof se dijo, con- trariado, que tal vez fuera necesario confiarse también a su amigo. necesidad, especialmente en los alcohólicos que se ven juzgados severamente, e incluso maltra- tados, en su propia casa. Atravesó la calle para reunirse con él, pero el desconocido dio media vuelta y se alejó, con la. Desde el día en que se vieron en casa de Raskolnikof, la imagen de la encantadora muchacha que tan humildemen- te la había saludado había quedado grabada en el alma de Dunia como una de las más bellas y puras que había visto en su vida. No podía dar crédito a sus oídos. Créame que siento no tener a nadie a quien... -Anonadar. dientes, al ver que faltaba dinero... ¡Qué pena da ver estas cosas! Pero me parece que no puede haber en ello ningún serio peligro, ya que nunca van muy lejos. Yo le rogué que invitara a personas respetables, tan respetables como lo soy yo misma, y que diera preferencia a los que conoc- ían al difunto. Esto es. Además, lo que acabo de decir no es de sentido común. De pron- to, los dos abrieron la boca y empezaron a llo- rar y a gritar. Pero lo cierto era que el jo- ven parecía haberla subyugado. Ayer también estaba yo... -Lo mejor, mamá, será que vayamos ahora mismo a casa de Rodia. Según cuentan sus camaradas de Zaraisk, era un de- voto exaltado y quería retirarse también a una ermita. Si eres funcionario, ¿por qué no estás en una oficina del Estado? Y la pobre mujer sollozaba, en el límite de sus fuerzas. -Sí, sí, eso es; no cabe duda de que es eso -se apresuró a decir Lebeziatnikof, entu- siasmado-. Pronto cayó en un profundo desvarío, o, mejor, en una especie de embotamiento, y prosiguió su camino sin ver o, más exactamente, sin que- rer ver nada de lo que le rodeaba. En el artículo que comentamos se divide a los hombres en. Yo escupo y me voy. La lógica no basta para per- mitir este salto por encima de la naturaleza. Dunetchka enrojeció, Rasumikhine frunció el entrecejo, Lujine sonrió altiva y des- pectivamente. No había bebido ni una gota de alcohol en toda la noche. labras de Raskolnikof la habían herido como una cuchillada. Entonces vio un perro horrible que cruzaba la calzada con el rabo entre piernas. Pregúntaselo a ellas: tal vez te lo digan. -¿De modo que no sabe usted nada? Esto desagradó profundamente a Ras- kolnikof. Entre las carcajadas y el alegre bullicio se oía una fina voz de falsete que entonaba una bella melodía, mientras alguien danzaba furio- samente al son de una guitarra, marcando el compás con los talones. Sobre el entarimado se había formado un charco de sangre. A juzgar por las apariencias, no se había desnudado ni lavado desde hacía cinco días. -Ahora ha de cargar usted con ellos. Y ¡cuán nobles son sus impulsos! En ella había unas quince personas. todo lo hacía maquinalmente. Después de razonar de este modo, se di- jo que él estaba a salvo de semejantes trastornos morbosos y que conservaría toda su inteligen- cia y toda su voluntad durante la ejecución del plan, por la sencilla razón de que este plan no era un crimen. Ese hombre que ve usted a la puerta es nuestro portero. Si tú hubieses tenido «eso». ¿Para qué ha de huir? Raskolnikof tenía la impresión de que había caído un peso enorme sobre su pecho y lo aplastaba. » paterno, en medio de las risas de todos los inquilinos, cuya intención era alentarla, con la esperanza de asistir a una batalla entre las dos mujeres. Lisbeth se dedicaba a este trabajo y tenía una clientela numerosa, pues procedía con la mayor honradez: ponía siempre el precio más limita- do, de modo que con ella no había lugar a rega- teos. Sin ir más lejos, hace año y me-. ». Sólo, comía por no desairar a Catalina Ivanovna, limitándose a mordisquear los manjares con que ella le llenaba continuamente el plato. Se veía claramente que ni ella misma podía compren- der de dónde había sacado la audacia necesaria para sentarse cerca de ellas. «¿Se puede admitir que me haya figura- do que podría arreglarlo todo con la exclusiva ayuda de Rasumikhine, que en él podía hallar la solución de todos mis graves problemas?», se preguntó sorprendido. »-¿Por qué no fue a trabajar al día si- guiente con su compañero Mitri? Se contaban de él cosas verdadera- mente horribles. -Será lo que Dios quiera, lo que Dios quiera -gruñó Porfirio con una sonrisa sarcásti- ca. ¡Ah, su sonrisa es encan- tadora! Consideraba que podía exponer sobre esta cuestión puntos de vista progresistas que con- solarían a su respetable amigo y prepararían el terreno para su posterior filiación al partido. -preguntó severa- mente Avdotia Romanovna. Tenía los labios pro- yectados hacia fuera y los ojos muy abiertos. Gracias a su deta- llada exposición, Andrés Simonovitch, se ha hecho la luz en mi mente. lo he visto al pasar. Y tú, Rodia, deberías ir a dar un paseo, después descansar un rato y luego venir a reunirte con nosotras... lo antes posible. Iba vestido a la última moda. Sonia estaba de pie, los brazos pendientes a lo largo del cuerpo, baja la cabeza, presa de una angustia espantosa. -Entonces, vamos -dijo Raskolnikof con un gesto de indiferencia. lo que todo el mundo entiende por apariciones. Entonces, con profundo asombro, he visto que faltaba uno de los tres billetes. Esta mancha era la huella de una vio- lenta patada del caballo. Es ya un médico excelente... Bueno. Entonces ha lle- gado usted, llamada por mí, y durante todo el tiempo que ha durado su visita ha dado usted muestras de una agitación extraordinaria, hasta el extremo de que se ha levantado tres veces, en su prisa por marcharse, aunque nuestra con- versación no había terminado. -preguntó, sor- prendido. Tengo dinero y amigos. Fuera como fuese, Du- nia se daba perfecta cuenta de que su madre tenía trastornado el cerebro. -Yo no estaba tranquilo... Cuando llegó usted, el otro día, seguramente embriagado, y dijo a los porteros que lo llevaran a la comisar- ía, después de haber interrogado a los pintores sobre las manchas de sangre, me contrarió que no le hicieran caso por creer que estaba usted bebido. Rasumikhine desdobló la carta. pero Raskolnikof creyó advertir que aquel hombre sonreía aún con su sonrisa glacial y llena de un odio triunfante. Examinó su traje. Sólo de pensar en él me sentía aterrado, con el co- razón oprimido... No, no tendría valor; no lo tendría aunque supiera que mis cálculos son. Lo cierto es que el asunto me sorprende por lo inesperado. ¡El hombre ha saltado de la cama y se ha escapado! De vez en cuando miraba estúpidamente al orador, cuyas palabras, evidentemente, no comprendía. Y yo no tengo todavía una clientela abundante. -No hace falta buscar explicaciones. Raskolnikof había aparecido en el mo-. Además, ¿qué podías hacer tú? Su cabello era de un castaño claro; su tez, pálida, pero no de una palidez enfermiza, sino todo lo contrario; su figura irradiaba lozanía y juven- tud; su boca, demasiado pequeña y cuyo labio inferior, de un rojo vivo, sobresalía, lo mismo que su mentón, era el único defecto de aquel maravilloso rostro, pero este defecto daba al conjunto de la fisonomía cierta original expre- sión de energía y arrogancia. -Nunca sube a mi habitación a estas horas. Pero ella misma sentía como si le faltara la razón. -¿Tú qué opinas? Sólo abr- ía la boca para hacerle reproches. Se pre- guntaba si Svidrigailof habría ido a visitar a Porfirio. Estas palabras le enfurecieron, pero al mismo tiempo, mi ruda franqueza debió de gustarle. Busquen un médico... ¡Señor! ¡Qué infeliz eres! Usted no me perdona que haya rechazado el impío radicalismo de sus teorías sociales. ¡Me has menti- do! Los hombres y las cosas desaparecían. Ya ve usted que... Usted no tiene nada que hacer aquí... Yo soy el primer sor- prendido, como puede usted ver... Váyase, se lo ruego... Y le cogió del brazo, indicándole la. Sí, ese tono... Rasumikhine lo ha presenciado todo. Se había producido en él un cambio re- pentino. »El departamento donde trabajaban los dos pintores está en el segundo piso y da a la misma escalera que las habitaciones de las vic- timas. Como en su visita anterior, Raskolnikof vio que la puerta se entreabría y que en la es- trecha abertura aparecían dos ojos penetrantes que le miraban con desconfianza desde la som- bra. No dispongo más que de diez minutos. Sólo pensaba en la esencia del asunto: los puntos secundarios los dejaba para el momento en que se dispusiera a obrar. Estaba a dos pasos de la joven y la mi- raba con una ardiente fijeza que expresaba una resolución indómita. Has de saber, querido hijo, que seguramente nos volveremos a reunir los tres muy pronto, y podremos abrazarnos tras una separación de tres años. Tenían que detenerlos... De ese Koch tengo noticias. Además, éste no es el camino de su casa. Y ahora nos enfrentamos con un hombre reducido a la mi- seria y que se ve en el trance de sufrir las inso- lencias de un policía. ¡Eso es imposible! -Eso ya lo sé. De pronto pa- lideció, se levantó, miró a Sonia y sin pronun- ciar palabra, fue maquinalmente a sentarse en el lecho. Hace un momento le ha faltado poco para echarse a llorar sólo porque le hemos mudado la ropa interior. Con gran desenvoltura, cambió unas palabras en francés con un extranjero que se hallaba cerca de él. Aquí se trata de que me eche una firma. Raskolnikof permaneció largo tiempo acostado. ¿Adónde se propone usted ir? Es una observación que supera a la anterior en agude- za. Aquel hombre obró tan sólo llevado de su sed de expiación. sión de temor y timidez y daba muestras de intranquilidad. Una violación es sumamente difícil de demostrar. A mi juicio, la gente es dema- siado severa con este insensato. Patalea, gi- me, encorva el lomo bajo la granizada de lati- gazos. Oye: vosotros formáis una pareja perfec- tamente armónica. -Papá, ¿por qué han matado a ese pobre caballito? Se había inclinado de nuevo sobre ella. A veces resulta enojoso no tener ninguna profe- sión. Aquí hay algo que no está claro; esto es evidente..., ¡evidente! Terminada esta operación, Raskolnikof introdujo los dedos en una pequeña hendidura que había entre el diván turco y el entarimado y extrajo un menudo objeto que desde hacía tiempo tenía allí escondido. Y quiero decirle que hace tiempo que estoy harto de todo esto. Sonia escuchaba con gran atención, pero no parecía acabar de comprender lo que pasa- ba: su estado era semejante al de una persona que acaba de salir de un desvanecimiento. Sin embargo, esto podía su- ceder; por lo tanto, había que obrar rápidamen- te. Raskolnikof se abrió paso entre la gente, y entonces pudo ver lo que provocaba tanto. En seguida supo que su enfermedad no tenía importancia. Hab- ía tenido también que dejar la universidad por. Estaba picada de viruelas y salpicada de equimosis. Hoy la he invitado a sentarse junto a ellas. Tendré pacien- cia, pues ya sé que sigues queriéndome, y esto me basta. Ni siquiera se quejaba del silencio de su hijo, siendo así que, cuando estaban en el pue- blo, vivía de la esperanza de recibir al fin una carta de su querido Rodia. 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